jueves, 1 de septiembre de 2011

Hospicio, de Gladys González

por Damaris calderón

Si tuviera que elegir una imagen, unas palabras para hablar del libro Hospicio, de Gladys González, elegiría el título de uno de sus poemas: Vidrio molido. Porque la sensación que (me) dejan es de esa trizadura, de esa aspereza, de lo astillado, huesos fracturados, golpeados, palabras rotas, botellas rotas, conversaciones de bares que son soliloquios, la vida despedazada y expuesta, en esos pequeños pedazos, trozos, de dolor.


Dolor que a duras penas consigue expresarse porque la poesía, creo que es entendida aquí también como un lugar de tránsito, pasajero, maltrecho, un hospicio precario, sórdido, como el olor de la casa inhabitable, donde las palabras están vaciadas de su significados, donde los referentes perdieron la brújula, enloquecieron ellos también y el poemario, desnudo como una casa desmantelada o un cuerpo vaciado, se muestra en su precariedad, con la cita de Enrique Linh, “nada tiene que ver el dolor con la palabra dolor”, y se escribe con la conciencia de esa precariedad, de esa imposibilidad, la entrada “ en la zona muda”. Y desde ese balbuceo, no de cantora sino de sobreviviente áfona, nocturna, se va articulando el lenguaje preciso y parco del poemario. Una especie de crónica, escrita no sin cierto desdén, hacia la vida y la palabra misma, o hacia sus costras. Costras del lenguaje, costurones de vida. Vidrio Molido, Astillas, Noche, son algunos de los títulos elocuentes del poemario., donde la hablante, pasajera, piedra rodante ella también, por la vida, erige su discurso desde las ruinas, sin énfasis, sin ostentación, sólo con la exposición de un lenguaje en ruinas, como se apoya un escombro sobre otro.

Ya la modernidad con Baudelaire y Rimbaud nos habían traído la imagen del poeta como ese ser monstruoso, segregado de la sociedad y sus valores burgueses, albatros cuya dualidad de pájaro alado y arrojado y escanercito en cubierta, le impedían tanto volar como caminar, siendo el desgarro su marca, su impronta. Y ese desgarro, entre lo celeste perdido, irremontable, y lo terreno que hacen del pájaro un mulo, del hombre una bestia de carga, una animal del resistidero, ha marcado las espaldas y los signos de la mayor parte de la poesía contemporánea.

En la hablante de Gladys González reaparece también este monstruo, monstruo niña, que lleva marcas cicatrices en sus su memoria y las muñecas de sus brazo, y en sus piernas que han raspado los caminos y que conoce que la supervivencia no es una palabra, mucho menos una palabra poética.

A los espacios de retención, de comodidad, de detenimiento, el poema, la vida empuja y corre como flujo, como huida, “No me hables de protegerme de mí misma, de formar una familia, no me hables…” Desmantelado, este hospicio se escribe desde de la intemperie, no desde paredes ni brazos que cobijan. Brevedad, intensidad, belleza, fuerza, en este breve poemario que hace de Gladys Gonzáles una de las voces más interesantes, a mi juicio, de la escena de la poesía chilena.

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